«Serrano, Serrano», me gritan desde un parque en El Barrio. Miro pero no encuentro a nadie. De momento, se levanta de la mesa de dominó, un señor que me pide que me le acerque.
«Tengo que contarte algo, pero en privado. Moncho, coge mi turno», dice.
Nos vamos a una esquina del jardín comunitario y me dice: «no me conoces, pero sé quien eres y te cuento esto pa’ que lo digas pa’lante pa’ que nadie sufra como yo».
«Mi hijo era homosexual. Estuvo en el Army, pero lo botaron por ser gay cuando lo cogieron con quien era su pareja en su habitación. Ahora mirando hacia atrás me doy cuenta de la ironía, podía ir a matar pero no podía amar».
Don Carmelo me sigue contando, mientras sus ojos se humedecen: «nunca lo quise, nunca lo acepté y cuando me enteré que tenía sida, lo desprecié aún más. Ha sido el mayor error de mi vida, pues era él quien me cuidaba cuando yo sufría la crisis de mi diabetes y era quien me llevaba al doctor. Ahora ninguno de mis otros hijos tan siquiera me llaman».
Para finalizar, me dijo: «si pudiera darle atrás al tiempo y amarlo como se merecía, lo haría sin pensarlo. Es más, daría mi vida porque él tuviera la suya».
Ante tan conmovedor relato, no encontré palabras que decirle. Sólo le di un abrazo – un abrazo que seguramente ni él ni yo jamás olvidaremos.